viernes, 29 de febrero de 2008

Sobre los controles en los aeropuertos

Cuando uno tiene que viajar, o viaja por placer, con cierta frecuencia es casi inevitable cambiar el tradicional y cada vez menos frecuente miedo a volar por otra patología a la que podríamos llamar aeropuertofobia. De entre las muchas cosas que se pueden objetar relacionadas con los viajes por aire, dejaré para otro día otras cuestiones incomprensibles como por qué en las tiendas de los aeropuertos todo cuesta el doble que en cualquier otro lugar o por qué las compañías ofrecen asientos en sus aviones con distintos precios cuando el servicio que se ofrece a un pasajero y al que se sienta a su lado y que ha pagado diez veces más o diez veces menos es exactamente el mismo. Hoy me centraré en otra de las pesadillas de volar: los controles de seguridad.

Dado que el servicio de recogida de maletas es lentísimo y a nadie le apetece sumar al ya casi obligatorio retraso mínimo de media hora en todos los vuelos otra media hora para recoger su maleta, y dado también que cuando uno factura su maleta nunca sabe si va a llegar a destino (si vuela con Iberia y tiene que hacer una conexión entre vuelos es casi seguro que la maleta no va a llegar hasta al cabo de muchos días, y sólo con suerte intacta), yo como tantos otros intento no facturar salvo que sea estrictamente imprescindible y llenar la maleta de mano hasta reventar, junto con otros trucos como llevar una segunda maleta de mano más pequeña (por eso luego no hay donde colocar el equipaje en los aviones), etc. Y cada vez nos ponen más difícil lo de no facturar la maleta por los controles de seguridad. Ya no es sólo que en algunos aeropuertos, sobre todo los que trabajan con Ryanair, las colas para pasar el control de seguridad pueden ser de una hora porque sólo hay un agente para todos los pasajeros del vuelo; es que prácticamente hay que hacer un strip-tease integral para pasar por detectores de metales tan ultrasensibles que hasta saltan con un paquete de chicles (sí, no es broma, es que el envoltorio de los chicles suele ser papel de aluminio): creo recordar que hace años solamente pitaban con las llaves, monedas y tal, pero es que ahora hay que quitarse el cinturón, el reloj y, salvo que lleves tenis, los zapatos, lo cual ralentiza el proceso enormemente porque a la mitad de la gente le va a sonar el aparato por una causa u otra; si a mi cada vez se me olvida con más frecuencia quitarme una de las mil cosas que hay que quitarse, no me extraña que la gente mayor no se entere, o que directamente prefiera que la cacheen, por ser mucho más rápido que desvestirse y volver a vestirse. Por no hablar de las nuevas estupideces de tener que sacar los ordenadores aparte y, lo peor y más injustificable, lo de los líquidos.

Reto a cualquiera que trabaje en un aeropuerto o una compañía aérea a darme una justificación medianamente razonable de todo este calvario: en muchas ocasiones los periodistas han demostrado que todo este control, tan molesto para el ciudadado honrado, es perfectamente ineficaz y facilísimo de burlar por parte de aquellos a los que se supone que está destinado, el terrorista o delincuente que sí tiene interés en ocultar algo y que siempre consigue camuflar lo que le interesa llevar. Otra prueba de lo inútil de estos controles es que, una vez pasados, en las tiendas del aeropuerto se pueden adquirir todos los artículos que hayan podido ser incautados en el control del equipaje de mano: tijeras, máquinas de afeitar y todo tipo de objetos cortantes, líquidos, etc. No sé por qué razón un objeto supuestamente peligroso deja de serlo por haber sido adquirido al doble o triple de su precio lógico en la tienda del aeropuerto. Por no hablar de los mecheros, que están perfectamente permitidos a bordo de los aviones.

Por último, tuve en una ocasión la desdichada oportunidad de comprobar cuán inoperante y decorativa es toda la seguridad del aeropuerto. Una tarde en la que el mal tiempo había cancelado la salida de varios vuelos, las compañías como es habitual en estos casos dieron órdenes a sus empleados para que no dieran ningún tipo de información a los pasajeros y fueran lo más remolones posible a la hora de facilitar el libro de reclamaciones; hartos de que les tomaran el pelo diciéndoles cosas como que no sabían si su aeropuerto de destino estaba abierto o cerrado, teniendo al lado el teléfono para llamar a dicho aeropuerto y preguntarlo, algunos pasajeros se amotinaron increpando amenazadoramente a los empleados, que son tratados como carne de cañón por las compañías. La guardia civil y la seguridad del aeropuerto se pasaron por allí .... después de un cuarto de hora, cuando los momentos más difíciles ya habían pasado. El personal estaba totalmente abandonado a su suerte en caso de que la tensión hubiera desembocado en agresiones.

Cuando más tarde nuestro vuelo anunció por fin su salida, algunos pasajeros de un vuelo anterior que todavía no tenía puerta de embarque asignada, se soliviantaron y decidieron que hasta que saliera su vuelo no debía salir ningún otro: se plantaron en la puerta de embarque impidiéndonos entrar e increpando a todo el que se atreviera a decir una palabra en su contra. Las empleadas de Iberia que entregaban las tarjetas de embarque optaron por largarse (no las culpo, puesto que en caso de que aquellos energúmenos se pusieran más violentos, nadie habría impedido que las agredieran) y, tarde, mal y nunca, llegaron la seguridad del aeropuerto y la guardia civil para .... pasearse por allí y no hacer absolutamente nada. El vuelo acabó saliendo dejándonos a varios pasajeros en tierra delante de las narices de la guardia civil y los cuatro (porque eran cuatro) maleducados que nos impidieron entrar en nuestro avión se largaron tan tranquilos y muy complacidos de sí mismos por haberse salido con la suya. No dudo que la próxima ocasión volverán a hacer lo mismo.

Los pasajeros perjudicados pusimos las correspondientes reclamaciones, que nueve meses después siguen sin respuesta. Supongo que algún día algún oficinista de Iberia o de Aena, si es que tiene tiempo entre la cuarta o quinta pausa del cigarrillo y la llamada a la familia a cargo de la empresa, nos escribirá una carta, probablemente llena de errores de redacción, en la que explique que nada de todo aquello fue culpa de su maravillosa compañía, con toda la pachorra propia de quien sabe que la administración tampoco hará nada por apoyar al consumidor sino que enviará otra carta igualmente mal redactada varios meses más tarde, cuando el funcionario de turno se aburra de hablar por teléfono y tomar café. Así que después de pasar todos estos controles de seguridad tan rígidos y más propios de un régimen totalitario que de una democracia, lo cierto es que estamos a merced del primer idiota al que se le antoje impedir el embarque en un vuelo (y esperemos que se conforme con eso y no con secuestrarlo, porque lo tiene igualmente fácil).

Como dato positivo, afortunadamente en los aeropuertos pequeños todavía se puede respirar, son un poco más flexibles y la última vez que volé de Vigo a Madrid, los encargados de la seguridad en Peinador no me hicieron facturar una plancha que llevaba en el equipaje de mano. No dudo que en un aeropuerto tipo Charles de Gaulle o Heathrow me hubieran mirado como si fuera un asesino por intentar llevarla conmigo.